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Variante de los candados

Hace unos días, caminando por la ciudad, me encontré con algo curioso: una especie de variante de la estúpida costumbre de llenar de candados los barrotes de cualquier valla o cerramiento (costumbre esta que podría dar para un sesudo estudio psicológico porque, que concepto es aquel que presuntamente liga el amor a barrotes y cerraduras).

Bien, como decía, me encontré con esta otra cosa hace unos días: en lugar de candados colgados en barrotes, una especie de zurullos de lana. Y si la variante de los candados ya, de por sí, es una costumbre peculiar, esta alternativa textil no sabría como calificarla.

Como diría uno, el ser humano es fractal.

El dolor autoinferido

Hace tiempo que tenía estas fotos en la recámara. Son candados que los enamorados ponen con sus nombres como sortilegio, parece, para que su amor sea eterno. No sé de que pastelera producción de oficina salió el guión de la película de la que se ha copiado la idea. No tengo ni puta idea de qué clase de mamarracho la tomó como lo más que se puede hacer un domingo por la tarde. Ni tampoco que mente imbécil hace la asociación entre amor, candado y eternidad. El caso es que miles de capullos van a las tiendas a comprar sus candaditos y a colocarlos en los puentes. Lo mismo hasta se creen que sirve para algo. Las fotos que ven ustedes más abajo están tomadas del Huerto o Jardín de Calixto y Melibea en Salamanca, personajes de la obra de Fernando de Rojas tomados como símbolo del amor cruento, aleccionadora obra sobre amores prohibidos por la sociedad y sus encorsetamientos mentales y clasistas. No podían estar los pobres amantes más atados y sentenciados, más encadenados y menos felices. Pues bien, los émulos de la mierda-peli visitan a menudo el jardincillo recoleto y lo llenan de sus cadenas deseando estar encadenados. ¿Cómo no va a haber esclavos, señores, si nosotros mismos nos ponemos las cadenas?