El otro día andaba de gira por tierras hispanas, concretamente en Sagunto, sufriendo las consecuencias de las ideas de los arquitectos que han cometido un crimen inigualable con el teatro romano. Vean el «pepito piscinas» de turno, la que preparó. Y el político que lo contrató y aprobó el proyecto no tiene menos delito.
Y nos fuimos a comer en un restaurante que estaba hasta las trancas de gente ya que era fiesta, había moros y cristianos, mercado medieval-plástico y no-sé-cuantas-cosas-más. En el dicho lugar había dos parejas jóvenes que tenían sendos productores de caca (usease niños), uno de ellos bastante chico, digamos unos dos meses. Pues al socaire de la comida y entre ruido de platos y cubiertos comentaba uno de los próceres, literalmente: «Pues yo, a mis 35 años, no creo que haya leído ni 20 libros en mi vida». Se ufanaba el muy hideputa en su estulticia. El otro padre no andaba a la zaga, aunque no citó cifras mientras su señora (salvando el honor familiar) aseguraba haberse manducado más de 50 en lo que iba de año», etc. En estos términos (que no hacen sino confirmar la noticia de que los españoles somos unos bestias integrales que hoy aparecía en los periódicos) se desarrollaba la situación.
Y hete que el lector de 20 libros huele al crío, que se había cagao como es su obligación ante tamañas afirmaciones de su progenitor, y decide cambiarlo. Y lo hace, allí, a restaurante lleno, encima de la mesa. Tan majo él que daban ganas de cortarle en 20 pedazos, uno por cada libro que seguro que no ha leído, y echárselo a los buitres para que gozasen de semejante carroña.
Terminó la escena con el abnegado bestia acercándose a la barra y pedir que le dejasen tirar el celulósico paquete enmerdado. Cosa que, dicho sea de paso, no espantó a los camareros a pesar de hacerse sobre la barra del negocio.
¡Te cagas!