La publicidad como fuente inagotable de las estupideces que el ser humano es capaz de parir. En esta sacrosanta sociedad hiperconsumista no resulta fácil encontrar lugar de solaz mental a la invasión de golpes invitándonos a la decisión de un producto u otro. Y en muchas MUCHAS ocasiones los publicistas de doctorado-y-master en sus oficinas no tienen contacto con la realidad más allá de su propia imaginación. Se imaginan, así, un mundo idílico de consumidores lelos idolatrando las ocurrencias que sus patéticas mentes escupen como mierda la boca de la niña de «El exorcista». Luego llega la realidad con su baño de vulgaridad, de necedad, de miseria, de tristes remedos de los mundos idílicos y artificiales que estas gentes imaginan en sus flamantes oficinas de pisos en rascacielos. Pero la realidad, amiguetes, es cruel y no respeta a estos pobres. No tiene consideración ninguna con el impacto visual que ellos habían creído producir, no llegan al público teórico porque una valla fronteriza de realidades echa todo por la borda. Y resulta que las fantásticas ideas de la pantalla del ordenador simuladas en sistemas tridimensionales deben saltar por encima de los comerciales que, ávidos de cartera y acicateados por un mísero sueldo, deben vender a toda costa. Y engañan a todo quisque con tal de conseguir cubrir objetivos porque, pobres, su raquítico sueldo es complementado por la zanahoria sujeta al palo que son los objetivos. Y la mezcla de ambos ingredientes, realidad y ficción, forma un mágico sistema explosivo que se ofrece a cualquier cámara de fotos que se lleve. Vean estas dos muestras de anti-publicidad que se prestaron a mi cámara allá por el principio de siglo, junto a la playa de las Teresitas (Tenerife).
Si hubiese querido hacerlo a propósito no me habría salido mejor, fijo.
